martes, 16 de marzo de 2010

TESTIMONIO

A mi cuñada A. C.


Han pasado algunos días desde el terremoto. Toda construcción de adobe está prácticamente en el suelo. Mi ánimo también se encuentra reducido a la condición de escombros. Ha vuelto la luz. Ha llegado por fin el agua. Busco fotografías en Internet y encuentro a Labarca Rocco y su mirada que es quizá mi mirada, nuestra mirada, la mirada de todos los que compartimos un espacio común. Elijo una foto. La comento brevemente. La fotografía lo dice todo y las palabras casi sobran. Cierro los ojos. Vuelvo a ese viernes antes de irme a dormir (o tal vez ya era sábado). Fue un día repleto de agradable ocio. Había dejado mi granja virtual con las cosechas al día. Había dado las buenas noches a mis patos, cabras, caballos, vacas, etc. Había cosechado frutos exóticos de árboles que escuchaba nombrar por primera vez en mi vida. Las gallinas habían puesto sus coloridos huevos digitales. Mi cabaña lucía hermosa rodeada de flores enviadas por algunos vecinos a los que sólo conozco por su nick. Pienso en la pequeña oveja rosada con antenas de corazón, trofeo de granjero experto, que podré comprar al día siguiente si paso al nivel veintitanto. Pienso ahora en P. K. Dick. Algo de premonición hay en su novela “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?” Aquella noche la estatua de la victoria aún desplegaba sus alas. Miraba como siempre las luces de la ciudad desde su mástil. Yo recién había cerrado los ojos o creí que recién los había cerrado. Un ruido estruendoso me sacó de la cama, el sonido como de un camión que con varias toneladas lo invade todo. La oscuridad es aterradora. Probablemente la estatua de la victoria se estremece en su base. La casa literalmente se sacude. Caen tazas, platos, colecciones, trofeos, diplomas. Parece que el movimiento se va a detener pero no se detiene. Despliega sus alas la estatua y se lanza al vacío. Todo termina o mejor dicho todo comienza. Se han roto las alas de todos los que creímos intocable nuestro vuelo. Yace en el suelo un silencio crispado al borde del silencio. Las pupilas permanecen al borde de un algo que no se sabe qué es, pero que espanta. Luego irrumpe el ruido urbano, civilizado. Alarmas de automóviles, ulular desesperado de sirenas de ambulancias y de carros de bomberos, ladridos, neumáticos quemando el pavimento en alguna parte. Y nos quedamos tan solos, tan temerosos, tan aterrados. Imposible comunicarse, sólo queda la angustiosa espera. El tiempo se mide a través de unos latidos. La luz del día sorprende a la estatua y su inútil grito sobre el asfalto. La duda tintinea en la médula como tímida campana. ¿Cómo estará mi madre, mis hermanos, mis hijos? El tiempo marca su paso en cámara lenta. Por fin alguien llega con noticias. Se escucha el rechinar del portón. El corazón da enormes vuelcos. Una mano urgente golpea la puerta: mala señal. La estatua empuña en vano su espada de acero. Abro la puerta, es mi sobrino. Me mira a los ojos. Seca el sudor pasando su mano por la frente. Toma aire. Tomo aire. No ha dejado de mirarme a los ojos. Sus labios se mueven pero no lo escucho. No he querido oír. Miro interrogando con los ojos. Él repite con voz pausada: ¿Supo, tía? Ya no hay diferencia entre mi condición y la de la estatua.


( *La fotografía que acompaña a este texto pertenece a Héctor Labarca Rocco)